Carta de un niño en 2017:
Desde que tengo recuerdos, he salido del colegio, me han dado un bocadillo y he ido merendando rápido y en silencio mientras caminaba hacia la actividad extraescolar de turno. Cuando no era inglés, era solfeo, si no canto, luego llegó la época del baile español, pasando por gimnasia rítmica, tenis, teatro, frontón y casi básquet. Puedo decir que conocí a un montón de gente, aunque el cansancio y el poco tiempo que duraba en mis extraescolares no me dejaban crear una relación de amistad.
Cuando llegaba a casa estaba demasiado cansado para hacer los deberes, pero venía Andrés, mi profesor de repaso y me intentaba ayudar. Algunos días aprendía algo, otros simplemente asentía en todo lo que me decía mientras miraba de reojo las manillas del reloj del salón. Un día Andrés dijo que se tenía que ir, había acabado el máster y le habían dado trabajo en otra ciudad. Se despidió de nosotros con lágrimas en los ojos pero yo no pude asimilar bien lo que estaba pasando, ya que estaba demasiado cansado. Me regaló algo de despedida, no recuerdo el qué.
Más tarde vino Erika, una estudiante de universidad como Andrés. Pero Erika era distinta, casi ni me miraba. Más bien se dedicaba a reñirme porque yo no le hacía caso, pero en esa época yo estaba más centrado en aprender los diálogos de la obra de teatro, ya que sería en pocas semanas. Un día Erika llegó y en vez de entrar al salón y empezar las clases fue a hablar con mi madre. Le llevó unas hojas fotocopiadas en blanco y negro. Al principio traté de espiarlas intrigado pero luego recordé que podría ver La Patrulla Canina en la televisión y salté al sofá. Esa clase fue bien. Yo estaba contento de haber visto esa serie de la que todos mis amigos hablaban por lo menos una vez, y parecía que hacía los deberes más rápido. Erika casi no se quejó, aunque me miraba de una forma muy extraña, como si fuera la primera vez que me veía.
La semana siguiente fui a lo que mi madre me describió como "el médico de la cabeza". Yo no sabía que me pasaba algo en la cabeza, así que cuando llegamos a su consulta me asusté muchísimo, a lo mejor me tendrían que poner un tornillo en el cerebro o algo así... Entramos mi madre y yo y la mujer resultó ser muy simpática. Me ofreció tomar un dulce y nos sentamos en un sofá como el de casa. De pronto mi madre empezó a llorar sin parar. ¿Tan mal estaba yo? ¡Me asusté muchísimo! ¿Me iba a morir? Le dijo a la doctora que estaba segura de que yo tenía algo de la atención, que estaba enfermo y que necesitaba que me dieran unas pastillas para que me calmara y fuera un niño normal. "¿No soy un niño normal?" Me pregunté. Bueno, siempre tengo ganas de jugar, pero es que casi nunca me dejan. ¿Soy un mal hijo?
Recuerdo que entonces la doctora tranquilizó a mi madre y la hizo salir de la habitación. Me ofreció un caramelo y empezó a hacerme preguntas. En seguida empezamos a reir y yo le conté lo que hacía en el cole y en casa, cómo me sentía, cuántos amigos tenía, qué me gustaba hacer... Esa última pregunta me costó. Luego me hicieron pruebas durante dos días. Pruebas de sumar, de describir cosas, de buscar diferencias, de leer, de dibujar... Me gustaron.
La psicóloga le dijo a mi madre que yo no tenía un Trastorno de Déficit de Atención, sino que era un niño estresado, y el estrés me estaba pasando factura. Mi madre volvió a llorar porque no entendía cómo podía estar yo estresado, si sólo era un niño, a lo que la psicóloga le respondió ennumerándole todas las actividades que yo hacía. Dijo que yo trabajaba 14 horas diarias, y que esa carga de trabajo poca gente era capaz de aguantarla sin estresarse. También dijo que yo era un niño, y que los niños necesitan disciplina y cultura de trabajo, pero también jugar, explorar límites, hacer amigos, y sobre todo, que el hacer más actividades extraescolares no me convertiría en un chico más listo, sino todo lo contrario, ya que era imposible para mi cerebro de infante poder asimilar todos los conocimientos que aprendía cada día, y eso provocaba que dejara de prestarles atención.
Yo ya no volví con la doctora, pero mis padres sí. Un día llegaron a casa sonriendo y me llamaron. Cuando fui a la cocina, vi que en la nevera había colgado un horario.
- Mira Bruno, éste es tu nuevo horario semanal.
Al principio lo miré con desconfianza, seguro que me habían apuntado a alguna extraescolar más... Pero luego leí ¿Televisión y consola? ¿Parque? ¿Actividad con papá y mamá? ¿Ese era mi nuevo horario? Sí, seguía teniendo inglés y teatro, pero todo lo demás que me cansaba tanto había desaparecido, ¡qué bien!
Este trimestre las notas han mejorado. Erika sigue viniendo, pero ya no me riñe tanto, algún día hasta me trae chuches para dármelas según vaya acertando sus preguntas. Nos reímos mucho, y desde que fuimos todos juntos a la granja escuela he aprendido que cuando sea mayor quiero estudiar los animales y las plantas, ¡son una pasada!